En la mitología griega, Casandra era hija de los reyes de Troya y sacerdotisa de Apolo, que la amaba profundamente. Ambos pactaron un encuentro carnal a cambio del cual ella conseguiría el don de predecir el futuro. Sin embargo, una vez adquirida esta habilidad, cuando debió corresponder a su parte del trato se negó a hacerlo.
Apolo, ofendido y enfadado lanzó una maldición sobre ella: aunque pudiera predecir cada más mínimo acontecimiento, nadie creería jamás sus palabras.
Casandra vaticinó la destrucción de Troya cuando, tras más de nueve años de guerra contras los griegos, recibieron a las puertas de la ciudad un gigantesco caballo de madera que los troyanos tomaron como un signo de victoria y de la rendición de los ejércitos aqueos. Ella previó las nefastas consecuencias que tendría introducir al Caballo de Troya en la ciudad e intentó evitarlo, pero, por supuesto, nadie la creyó.
Este arquetipo representa la consciencia de Troya, que fue desoída por un exceso de optimismo. A nivel individual, hace referencia a esa parte de nosotros mismos a la que nos cuesta escuchar, especialmente cuando necesitamos creer en las buenas noticias. En algunos relatos Casandra es presentada como una loca obsesiva, en otros simplemente como una incomprendida.
La maldición de Casandra ha sido estudiada por la filosofía y la psicología durante siglos y arroja muchas e interesantes reflexiones sobre la naturaleza humana. El castigo que ella recibe posee cierta dosis de elegancia, pues si bien Apolo podría haberle retirado el don de la profecía, o haberle sellado la boca para evitar que hablara, el daño que le inflinge es aún más doloroso: el hecho de que nadie comparta ni entienda tu visión de futuro, así como la soledad y frustración que ello conlleva.
Por otro lado, el ejemplo del caballo de Troya me parece especialmente relevante, aunque no sea el único en la historia de Casandra, que tuvo que convivir con su designio durante el resto de su vida.
Gestionar el éxito es mucho más difícil que gestionar el fracaso, porque ambos implican riesgos, pero cuando estamos en una situación ventajosa solemos relajarnos y obviar las amenazas futuras. La manida expresión «morir de éxito» refleja esta realidad, demasiado frecuente en algunas organizaciones incapaces de gestionar sus «crisis de prosperidad», cuando el optimismo les hace abandonar la visión sistémica y del medio plazo.
Cuando las KPI’s indican que todo está mejor que nunca tendemos a pensar que hemos generado un sistema infalible, que puede crecer rápidamente sin consecuencias y multiplicar sus resultados. Dejamos de percibir los elementos que amenzan la sostenibilidad de este sistema y nos convencemos de que ha llegado el momento de relajarse después de tanta lucha por conseguir nuestros objetivos.
En todas las organizaciones hay personas especialmente visionarias, que son capaces de interpretar los riesgos en esos momentos en los que estamos bailando al borde del precipicio. Estos herederos de Casandra claman en un desierto de euforia generalizada mientras sufren el descrédito del resto de la organización.
Como decía Woody Allen en Poderosa Afrodita: «eres más agorero que Casandra».
La única manera que conozco de combatir la Maldición de Casandra proviene de la pedagogía y la estrategia: debemos entender al receptor a fin de que pueda digerir nuestro mensaje, poco a poco. Existe el riesgo de que si lo que decimos suena irreal perdamos la credibilidad, por eso debemos entender en qué lugar está el otro, cuáles son sus necesidades, para explicarle nuestra visión de forma en que pueda ser digerida.
Se trata del proceso inverso a la generación de la visión de la que hablaba en otra entrada. En este caso, tenemos la visión perfecta de cómo será el futuro, pero lejos de comunicarla de forma global (puesto que no es inspiradora, sino amenazante), debemos hacer énfasis en los pequeños pasos que nos ponen en riesgo y sus consecuencias a corto plazo.
En este caso aplica, una vez más, la necesidad de hablar de hechos concretos y contrastables para que sean asimilables. Haz un esfuerzo por evidenciar las contradicciones más obvias, aquellas que resultan irrefutables y abandona todo intento de que los demás visualicen la debacle con la claridad con que la ves tú.
En este punto, nos viene bien entender cómo funciona la predisposición humana al optimismo. Al fin y al cabo, debemos conocer lo mejor posible al enemigo contra el que nos toca luchar.